Por Juan Rocchi
En el texto de Heidegger El origen de la obra de arte pueden encontrarse varios momentos llamativos dentro de lo que podríamos llamar el “círculo hermenéutico” que recorre. Uno de ellos es el ejemplo de los zapatos de Van Gogh, uno de los pocos análisis explícitos de una obra que encontramos en el texto; otro es el párrafo en que enumera algunas maneras de presentarse la verdad además de su ponerse a la obra (la acción que funda un estado, el sacrificio esencial, etc.); hay varios otros. Veremos cómo se proyectan estas reflexiones en otra obra de arte, intentando esclarecer o interpretar las tensiones que se generen. Suponemos que, como Heidegger, estaremos hablando siempre de gran arte, aún sin tener certeza alguna de ello.
En principio me gustaría que nos corriéramos de las artes visuales, dado que emular el camino del autor no arrojaría mayor luz sobre el asunto. A partir de eso, se vuelve el componente performativo un aspecto interesante a ser analizado desde la perspectiva del combate mundo-tierra y el trabajo de los cuidadores.
Comenzaremos entonces tomando la canción folclórica “Canción del jangadero”, compuesta por Jaime Dávalos, hecha conocida por Eduardo Falú, e interpretada hasta el día de hoy por Juan Falú y muchos otros músicos contemporáneos. La letra es sumamente poética y fue muy innovadora en su época. Habla del trabajo del jangadero, aquel que guía la jangada (barca con maderas) para llevarla a los aserraderos río abajo. La primera instancia consiste en obviedades: así como el cuadro de Van Gogh abre el mundo de la campesina, la canción abre el mundo del jangadero, el río misterioso, el cielo, el trabajo, la pasión de navegar y el devenir de su vida toda. Si el mundo constituye el ámbito de la apertura, las decisiones y en algún sentido los valores, creo que esto está claramente retratado en la canción como una práctica, una esperanza y una fatalidad. Es así que hoy vemos a la obra arrancada de su mundo: ya no hay jangaderos, sino rutas y camiones. No vivimos ya en ese inevitable río, sino en la infinitud de las posibilidades ficticias que gobiernan el mundo en nuestra era. Si la escuchamos hoy, diría Heidegger, sería en tanto objeto de la empresa artística o como recuerdo de su propio ser-obra.

Ahora bien, rápidamente llegamos a un primer problema. ¿Acaso la tierra se revela en la interpretación, en la madera de la guitarra y en el aire excitado por las cuerdas, tanto vocales como del instrumento? ¿Dónde quedaría la obra de arte? Dicho de otra manera, las obras de arte performativas como la música amplían el ámbito de la instalación, dado que cada instalación implica una transformación, o si se quiere, una nueva apropiación de la obra. A mi entender, la obra en tanto que obra alza siempre el mismo mundo, ya inasible para nosotros, pero renueva su tierra en el acto de la interpretación.
Aquí se abren dos caminos: o bien la canción como obra se instaló y glorificó una vez, tuvo su particular sacralización (sea esto en un primer concierto, en una primera edición física, en la última nota escrita en la partitura, eso no importa) y todo lo posterior fueron repeticiones más o menos logradas, o bien hay una historia de la instalación, con las sucesivas encarnaciones de la obra. En el primer caso podríamos pensar que la obra es esa canción única, original, escrita por el autor; en el segundo, que la obra muta, que es muchas obras, que se presenta a veces tocada lentamente con una guitarra frente a diez personas y otras vertiginosamente en el contexto de un festival multitudinario. También podríamos pensarlos como dos facetas de la misma obra, como el original y sus aportes o degradaciones a lo largo del tiempo.
Tomaremos el segundo camino, quizás por nuestros hábitos contemporáneos. Agradecidos con Dávalos, aceptaremos no sólo las versiones tradicionales, imaginadas o aceptadas por él, sino también las nuevas, tocadas con teclados eléctricos, con voces modificadas digitalmente por gente que no tiene interés en responderse qué significa “lampalagua”. En cada caso la tierra se mostrará en el aire que vibra, pero también en la cuerda del violonchelo, el fleje del acordeón o el silicio y el cobre que generan y transmiten señales eléctricas. Una pregunta que podría despertarse sería entonces si cada intérprete es a su vez un artista, si el carácter efectuado de la obra depende de cada cantor. Heidegger, en caso de aceptar nuestra canción como gran arte, respondería terminantemente: el artista queda reducido a algo indiferente frente a la obra, casi a un simple puente hacia el surgimiento de la obra que se destruye a sí mismo en la creación (p. 28). Pero hay otra posibilidad.
Es por mor del cuidado que la obra está presente con carácter de obra (p.48). Así como importa el artista importan los cuidadores, y una obra no es tal sin ellos. Ahora ¿Qué es un cuidador? No me parece necesario citar todo lo que dice Heidegger, además de que sería demasiado extenso (pps. 48-49). Sabemos resumidamente que el cuidado por la obra es un saber, un estar en medio de la verdad que acontece en la obra. Podríamos decir entonces que el cuidador es aquel que la señala, que no permite su olvido, pero esto en tanto obra y de la manera que ella misma señala (no hay que confundirlo con la reproducción propia de la empresa artística, dice Heidegger). Pero el cuidador de la obra artística musical (sucede también con el teatro y otras expresiones que se ejecutan en vivo) es un cuidador privilegiado en ese sentido. El lúcido internarse en lo inseguro de la verdad que acontece en la obra se da como recuerdo del ser-obra de la obra, pero al mismo tiempo como vivificación creativa de la verdad que en ella acontece. No es sólo un señalar la verdad que acontece en una obra, sino también filtrarla, transformarla y amoldarla a la apertura del mundo del intérprete. ¿No es acaso la reversión la forma más profunda de sumergirse en el mundo que abre la obra?

Heidegger nos dice: también este recuerdo (el del ser-obra de la obra) puede ofrecerle a la obra un lugar desde el que puede seguir contribuyendo a configurar la historia. Desde esta perspectiva es interesante pensar la versión de Juan Falú (parte de su repertorio actual), mucho más lenta que la de Eduardo Falú (su tío). Pareciera que para que se abra ese mundo y podamos ver la verdad que obra en la obra, el cuidador tuviera que rediseñar la vía de acceso, como si la velocidad con que se tocaba durante el siglo pasado hiciera que se pierda el impulso que hace destacar a la obra. Acomodar e instalar la obra en el presente obliga a los intérpretes de las nuevas generaciones a medir el propio mundo y el recuerdo del otro: si el rock, el pop y la música electrónica aumentan la velocidad frenéticamente, la canción litoraleña debe sonar como flotando en un río casi detenido, envuelto en silencio. Sólo de esta forma puede presentarse el mundo del jangadero en la obra hoy, braceando contra la corriente de lo ya conocido, no en pos de encontrar su lugar en la empresa artística sino de volverse significativo en tanto contribución a la historia y la verdad.
Podríamos incluso criticar a Heidegger. Cuando dice “ni la más cuidadosa transmisión de obras, ni los ensayos científicos para recuperarlas, consiguen alcanzar ya nunca el propio ser-obra de la obra, sino un simple recuerdo del mismo”, quizás el problema esté en el método. Podríamos pensar que no hacen falta ensayos científicos o ediciones críticas y reconstrucciones arqueológicas, sino versiones vivas. Si hubiese una verdad que necesita ser dicha en las esculturas de Egina de Múnich, más valdría ensayar algo nuevo que ubicar caños en los miembros faltantes y repartir folletos con esquemas explicativos. No sólo la reversión, práctica muy común en la música popular, sino también trabajos como el de T.S. Eliot con las citas y notas en “The Wasteland” pueden contribuir a este proceso. Si bien no por esto se volvería recuperable el mundo pasado, las apropiaciones a partir del mundo propio configuran un ámbito que escapa al mero recuerdo como observación minuciosa de fósiles y una consecuente reflexión erudita.
En un episodio relatado por Carl Friedrich von Weizsäcker1Citado por Blumenberg, H., (2016)“Fuentes, corrientes, icebergs” , Buenos Aires, FCE., Heidegger guía a su amigo a través de un sendero de bosque (Holzwege) que termina en un lugar del que brota agua. Heidegger con cara de pícaro, le comenta: “Este es el camino de madera, lleva a a las fuentes. Pero eso no lo escribí en el libro.” Blumenberg comenta: “Más de uno que lea esto se dirá: podría habérmelo imaginado”. Sabemos que las fuentes son en Heidegger un ámbito privilegiado de la verdad. Acceder a ellas sería en principio tarea del pensar y del preguntar del filósofo. De acuerdo a esta cita, el círculo hermenéutico del Holzweg es un camino necesario para encontrarnos con las fuentes, objetivo de mayor importancia en el proyecto heideggeriano.
Así como el descubrimiento de que los caminos de bosque llevan a las fuentes puede permanecer en gran medida oculto, no sería sorprendente que la obra de arte tuviera un vínculo con el origen. Quiero decir con esto que la reflexión acerca de los cuidadores y la historia de la obra tiene gran importancia y puede ser fuertemente esclarecedora en cuanto a la cuestión del arte.
La elección de esta canción como obra a analizar está también condicionada por su carácter popular. Esto es porque nos permite llamar la atención sobre el gran arte que dice tratar Heidegger y el resto del arte (si es que hay arte menor). Más allá de las típicas críticas que apuntan hacia dónde está el límite objetivo entre una obra que pertenece al gran arte y una que no, tratemos de ver qué hace el autor. En primer lugar podríamos pensar que El origen de la obra de arte está definiendo lo que es el gran arte: aquella obra en donde se da el combate mundo-tierra, aquella obra donde obra la verdad. Personalmente considero Canción del jangadero un exponente del gran arte por la combinación de sus componentes (sin ser una proeza musical ni un poema de peso por sí mismo, el todo forma la atmósfera perfecta para que se abra el mundo de aquel cuya vida está marcada por la navegación extendida y repetitiva), pero se pueden proponer muchísimas canciones más que abren mundo, y habría que discutir si eso es razón suficiente para considerarlos parte del gran arte. Si la conferencia de Heidegger define el gran arte, hay infinidad de expresiones artísticas imperfectas, criticables, olvidables, que pertenecen al gran arte. Quizás eso no importe, y lo que quiso decir Heidegger es que lo que fuere gran arte, obedecerá esas reglas, sin preocuparse por lo que no lo es.
Podemos decir, a mi entender, que en el ámbito de la cultura popular hay gran arte.Y no sólo eso, sino que por tener un público no especializado y carente de pretensiones científicas, por no tener una red de instituciones (propias de la empresa artística) que restringen el operar sobre las obras, es el ámbito donde los cuidadores-intérpretes pueden moverse con mayor libertad y por lo tanto lograr una presentación más lograda de la verdad que obra en la obra de arte.
Damos entonces por concluido este ensayo en el que intentamos aplicar las categorías de Heidegger a una obra de arte más cercana a nuestro espacio y tiempo, deteniéndonos en las posibilidades que este análisis abría. En el siguiente anexo dejamos posibles versiones de la obra analizada e imágenes relacionadas.
Juan Rocchi nació en 1995. Es estudiante de Filosofía en la Universidad de Buenos Aires y editor de Revista Diógenes.