Por Marina Closs
Hace falta sobrevivir al primer intento, que es como tomar entre las manos un globo inflado antes de atarlo y tirarse un montón de aire chillón en la cara. Pero no alcanza. Hay que sobrevivir aún más: leer por enésima vez una oración para entender si se trata de una afirmación o una negación o un error de impresión. O empezar a analizar sintácticamente un párrafo, para ver si al menos puede distinguirse claramente entre sujeto y predicado.

De pronto, uno lee en algún lugar que, en alemán, y según Goethe, Kant era luminoso. Eso vuelve a generar un poco de confianza o, más simplemente, ansiedad. Y uno decide vérselas con el texto original, como para aliviarse de la sensación de haber dejado de entender el castellano.
Sin embargo, no señor. Tampoco.
Al fin, consulta en clase, y se entera de que el problema que al principio parecía ser de orden casi existencial (o, al menos, sintáctico) es en realidad un mero problema de vocabulario:
–¡Ah! –se dice una, aliviada– ¡Así que, cuando dice “intuición”, no lo dice en el sentido hippie-zen del término!
Porque Kant habla, en las Críticas, desde el limbo de su propio vocabulario. Kant, el cuarto hijo de un maestro talabartero. Del que Hamann escribió, en 1764, que probablemente no llegaría a dar cima a ninguna gran obra, porque vivía en medio de un torbellino de distracciones sociales que lo arrastraban de un lado para el otro.
Kant que, a partir de los 58, comienza la publicación de su obra crítica, se pasa sus sesentas extendiendo, puliendo y reconsiderando y, bordeando los 70, para la tercera crítica, esperablemente, va desarrollando además muchos problemas para expresarse en no-kantiano.

Para que el lector curioso contemple la extrañeza del fenómeno, añado que existen registros de períodos en los que el filósofo parecía, estilísticamente al menos, bastante más humano y viviente. Cito las Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, en donde nuestro buen Immanuel escribe:
El semblante del hombre dominado por el sentimiento de lo sublime es serio; a veces perplejo y asombrado. Por el contrario, el vivo sentimiento de la belleza se manifiesta por la alegría que hace brillar los ojos.
Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, Immanuel Kant
Es Kant, y no es que este Kant después desaparezca. En 1790, en su Crítica del juicio, al menos, asoma por momentos este extraño Kant del brillo en los ojos. Por ejemplo, cuando pasa de la habitual abstracción desconcertante a una concretitud casi bochornosa. Uno lo nota porque, de pronto, lee un párrafo y (sorprendentemente) entiende:
Una idea estética es una representación de la imaginación que nos permite pensar mucho.
Crítica del juicio, Immanuel Kant
Ese debe ser el pedazo de verdad más grande y contundente de toda una repisa.
O hay también cosas terribles dichas con una tranquilidad que uno a veces casi no perdona:
En la poesía, todo sucede honrada y sinceramente.
Crítica del juicio, Immanuel Kant
O, mejor aún:
Nos demoramos en la contemplación de lo bello…
Crítica del juicio, Immanuel Kant
(y aquí corto).
La idea de que la belleza hace a la gente demorarse es simplemente impresionante. Es un hecho que, de tan sencillo, suena casi desgarrador. Y si uno tiene en cuanta que además el mismo hombre dice luego:
El tiempo es la forma del sentido interior.
Crítica de la razón pura, Immanuel Kant
Se explica todo. Porque una de las cosas notables de la belleza en el mundo es la demora interior que provoca. Es decir, en donde hay belleza, hay detención (stillstehen, dirá Kant: quedarse quieto, pero también: en silencio). Se siente un acceso de melancolía kantiana al considerar el montón de tiempo (y silencio) que se consume cuando uno encuentra algo que no está dispuesto a dejar de mirar por un buen rato.

Y así como estas repentinas observaciones inmensas y sencillas salen, todavía en la última Crítica, constantemente al paso, algo que al parecer se mantiene a lo largo de toda la obra kantiana son sus exóticas reflexiones a propósito del lenguaje. Por ejemplo, otra vez en la Crítica del juicio:
De ciertos productos que al menos en parte se espera que se muestren como arte bello se dice que carecen de espíritu. (…) Un poema puede ser bonito y elegante, pero sin espíritu.
Crítica del juicio, Immanuel Kant
Lo notable es que, partiendo de este mero uso lingüístico de “espíritu”, al sistema kantiano le surge una especie de compartimento nuevo. Espíritu. Por supuesto, Kant pasa a definirlo muy conceptual y rigurosamente.
Ahora bien, la definición no importa, porque lo que me interesa señalar aquí es la fe kantiana en los usos lingüísticos. Si se habla así (parece decir Kant), si nadie sabe por qué y, sin embargo, se habla así, es porque así debe ser. Es porque así debe ser, dice la fe kantiana. Hasta que por fin toda esa materia del “se dice” toma la forma de definiciones, facultades, capacidades, disposiciones. Toda una comunidad kantiana de quasi entidades. Y él puede volver a su discurso intrincado y tranquilo porque, en fin, el espíritu quedó definido ¡y como de un sablazo!
Otro rasgo notable que surge también de su afición lingüística a rumiar es su espectacular imaginación para las clasificaciones. Siguiendo con la Crítica del juicio, el filósofo propone, por ejemplo, una división entre “tristezas insulsas” y “tristezas interesantes”. Las bucólicas montañas saboyanas, dice Kant, son un ejemplo de tristeza insulsa. Cierto páramo al que los seres humanos querrían trasladarse para no seguir escuchando ni experimentando nada más sería el paisaje representante de una tristeza interesante.
Claro que, a partir de aquí, uno no puede no caer en la trampa. Decide tomar cartas en el asunto: comenzar a censurarse algunos de los propios ataques de tristeza. Si predomina el elemento insulso, por puro buen gusto, el deber exige ser más feliz. Aunque se podría caer también en una felicidad insulsa, que sería, seguramente, muchísimo más grave.
Además, puede empezarse también a abstraer y reclasificar:
La libertad sin sentido, por ejemplo, ¿sería una forma de felicidad insulsa? O el burkeano y sublime “satisfactorio escalofrío” ¿podría considerarse una forma de tristeza interesante?
En fin, aquí dejo de preguntar y me explayo: lo que quiero decir con todo esto es que la obra crítica de Kant me parece una de las más desesperadas luchas de un ser humano por explicarse. Una lucha visible, llena de pequeñas batallas apasionadas, desplantes, desórdenes. Ataques y fugas inexplicables. La sistematicidad parece por un lado histérica y, por el otro, holgada y arbitraria. Me simpatiza porque siempre tiene algo de esperanzado. Como si uno pudiera ver en los subtítulos de cada apartado la felicidad kantiana de poder decir por fin a qué estaba apuntando.
Y sin embargo, el alivio que, presuntamente, Kant se causaba a sí mismo escribiendo despertaba, al parecer, entre sus lectores, y como contrapunto, un cierto malestar importante. Para no abundar, remito a la famosa “crisis kantiana” del poeta Heinrich von Kleist. Quizá yo también tuve una mini-crisis kantiana (de pocos segundos) después de la primera vez que escuché en una clase la explicación acerca de la “cosa-en-sí”.
Creo que fue una de las pocas veces que, en un aula, dije realmente:
–¡Oh! –con sorpresa.
Y miré el mundo que me rodeaba como cosa-en-sí invisible, totalmente omnipresente, inaccesible pero, aún así, acechándome.
La cosa-en-sí es un asunto trágico, aunque el mismo Kant, en cambio, no sea especialmente vinculable a la tragedia. Lo salva, acaso, su serenidad. Por ejemplo, para él, un misterio no es un problema. El misterio del genio artístico, pongamos por caso, es solo una “feliz circunstancia”. Para Kant, el conocimiento debe conformarse con sus límites, no es necesario que lo desvista todo. Hay muchas estatuas de diosas veladas que él mismo conserva. Un velo sobre el misterio. Un paso siempre a punto de retroceder. Una ventana que queda abierta y por la que sopla un viento extraño. Y despeinador de pelucas. Lo anti-romántico en él es que uno se lo imagina ante el misterio y lo sigue viendo más bien tranquilo y circunspecto. Y quizá hasta un poco desinteresado…
Todo sistema, con tal de que encuentre su verdadero héroe, consigue dar cuenta del mundo.
Kant: vida y doctrina, Ernst Cassirer
Dice Cassirer en Kant: vida y doctrina. Cito esta sentencia, no porque me parezca especialmente verdadera, sino porque me da nostalgia. Recuerda aquellos tiempos en que todavía el mundo quería ver a un filósofo en pose de héroe. Y ahí estaba Kant. El mismo Cassirer me trae nostalgia, con esa especie de amor bonachón y leal por su objeto de estudio. Aunque, por más que se esfuerce en subrayar la germana grandeza de Kant, yo encontré en el libro más de una anécdota frente a la que quise exclamar, latinoamericanamente, “¡pobrecito!”
Sirva como ejemplo: cuando todo el mundo estaba esperando que Kant le diese una estocada final a los principios de la metafísica, él se puso a escribir las Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, que es un libro en el que habla de cosas tales como cuál es el vestuario adecuado para una persona alta y cuál es el vestuario apropiado para una persona pequeña. Esta predisposición de Kant para decepcionar al público me parece uno de sus rasgos más adorables. Seguro que sus lectores altos y pequeños, después de las Observaciones, acudieron eufóricamente a comprar su siguiente libro y se encontraron con Sobre el primer fundamento de la diferencia de las zonas dentro del espacio.
Para terminar, e insistir en el asunto principal de este artículo (que es, simplemente, honrar a Kant por desconcertante) cito algunos títulos de sus obras que dan cuenta de la extrañeza (y la belleza) de su trayectoria:
Historia general de la naturaleza y teoría del cielo. (1755)
Nuevas observaciones sobre la teoría de los vientos. (1758)
La única prueba posible para demostrar la existencia de Dios (1762)
Intento de introducir en la sabiduría del universo el concepto de las magnitudes negativas (1763)
Y el inesperado:
Ensayo sobre las enfermedades de la cabeza (1764).
Luego hay un interesante:
Sobre el dicho vulgar: “Eso puede ser cierto en teoría pero no sirve para la práctica.” (1793)
Y cerrando su genialidad:
Sobre el mal radical en la naturaleza humana (1792)
El fin de todas las cosas (1794)
Sobre la paz perpetua (1795)
En toda esa grandilocuencia angustiada y final, como puede colegirse, el fin, el mal, ¡la paz! estaban cada vez más cerca. Cuando, en las postrimerías de su vida, Kant decide callar muchas de sus convicciones filosóficas para no entrar en conflicto con el Ministro prusiano de Enseñanza y Cultos, Christoph Wöllner, la “debilidad” del filósofo se justifica (según su biógrafo), por la humildad de “no conceder a su personalidad individual la fuerza de una influencia inmediata”. Es decir que, pese a su estelaridad filosófica, en la práctica, Kant prefería callar solo porque, para ponerse a opinar, hubiera preferido de partida ser un poco más influyente. Y sin embargo, Fichte había afirmado ya que no debía a la filosofía kantiana solo sus convicciones fundamentales, sino incluso su carácter… ¡y hasta la aspiración a tenerlo!
Marina Closs nació en Aristóbulo del Valle, Misiones en 1990. Es Licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Publicó dos libros de cuentos: La doncella aguja (2013), y El violín a vapor (2016) y una variación fantástica sobre la vida de Jesús llamada El pequeño sudario (2014). En el 2018 ganó el primer premio del concurso de cuentos del Fondo Nacional de las Artes por Tres truenos; y el premio Angélica Gorodischer por la novela Álvar Núñez: trabajos de sed y de hambre. Ambos libros fueron publicados durante el 2019, además del conjunto de relatos Tascá Skromeda que apareció durante el mismo año en formato virtual. Su publicación más reciente, un experimento entre el relato y la novela, es Monchi Mesa.