Sobre la incertidumbre

Por Claudia Groesman

La incertidumbre es lo que conocemos. No sólo como condición de nuestra supervivencia, sino sobre todo de nuestros modos de pensar y de hacer. Para una lectura de los cambios introducidos por las políticas neoliberales y sus efectos en las prácticas artísticas, es clave considerar el pasaje de una concepción autónoma de la obra de arte en la que el proceso de creación tenía la obra como fin, a la producción de ciertas prácticas que anclan su existencia en la captura del presente durante el desarrollo de la acción. De esta manera el proceso se identifica con la obra, disolviéndose la idea de obra como un momento distinto del proceso.

J.M.W. Turner – Sand and Sky

Podríamos decir que “no saber” lo que vendrá y la percepción del instante presente son hoy valores establecidos, al punto tal de que el control y la determinación formal de una obra suelen generar una especie de aversión.  Al estar tan encarnadas en los modos de pensar y de hacer contemporáneos, resulta difícil, cuando no inexistente, la posibilidad de discutir los problemas artísticos que proponen, su relación con la tradición en la que abrevan (cuya génesis podría remontarse al arte de acción de los 60’ y 70’) y sus derivas en la actualidad.

En línea con esta idea, la indeterminación es alentada por la convicción de artistas cuyo interés hace foco en el contexto y en el modo en que la acción artística se propone como resistencia a las circunstancias dadas. De tal modo que una obra que no capture el aquí y el ahora de su emergencia pierde la vitalidad que le daría su razón de ser.  Estas características se observan sobre todo en las llamadas artes vivas (o artes performativas), centradas en la performance y sus distintas manifestaciones. Si bien éstas hacen de su objeto el cuerpo como construcción cultural y política, es el discurso sobre el cuerpo el que prefigura la realización de la obra.

En este sentido, otra característica es la relación entre estas prácticas y la producción de discursos críticos que proveen las categorías que determinan conceptualmente su abordaje. A mi entender, esta relación presupone una escisión entre el pensamiento y la acción que contradice la centralidad del cuerpo a la que apelan, lo que se evidencia en obras en las que la vía intelectual y discursiva como contexto de justificación de la obra se antepone a la intención de implicar al espectador corporalmente.  Otro aspecto relevante es el desplazamiento de la escena hacia espacios que permiten una mayor proximidad y en donde el espectador abandona la posición fija y se desplaza.

«En la situación actual, la precariedad como atribución de valor de la performance no produce ningún desplazamiento respecto de los factores que organizan su modo de existencia.»

Sobre la incertidumbre

Diría que, en muchos casos, estas acciones proponen una inmersión democratizadora del espacio, pero a su vez construyen un modo de ver fragmentario y disperso que se aleja de una mirada concentrada en lo que sucede. Es notable también la sustitución del lugar del autor creador por la afirmación de la experiencia colectiva, del “hacer con otros”, lo que ha dado lugar a una producción teórica que suele leer estas experiencias como ensayos micropolíticos de democracia directa.

El lugar de la performance en la lógica neoliberal

Mediante esta síntesis intento señalar cómo las condiciones del llamado capitalismo tardío han producido mutaciones que atraviesan nuestras prácticas y producen nuestra subjetividad artística, y de esta manera cómo dichas prácticas se articulan sintomáticamente con algunos pilares de la idiosincrasia neoliberal: la cohesión transitoria de los lazos sociales, la imposibilidad de proyección hacia el futuro, la vivencia de un presente en perpetuo cambio, la idea de lo nuevo que surge no tanto como utopía de ruptura sino ante la dificultad de reconstruir  su relación con el pasado.

Es habitual, a la hora de rememorar estas prácticas en la situación actual de la pandemia, que los mismos artistas se refieran a los ensayos de una obra como situaciones de encuentro en las que el hacer con otros presupone un “grado cero” de los vínculos, como si provinieran de una especie de destierro social a partir del cual es posible el hecho creador. Este imaginario que atraviesa la producción ficcional de las relaciones se mimetiza con un modo de vida caracterizado por la falta de una estructura de contención social y en donde las relaciones se producen entre quienes se eligen mutuamente.   

En la misma línea y frente a la precarización de la vida promovida por las políticas neoliberales, se han acoplado a la producción artística categorías como la de “precariedad”, que evidencian el modo en que las prácticas están atravesadas por la lógica que denuncian.  Su circulación en la actualidad hace hincapié en  la potencialidad estético-política  de la performance, cuyos  rasgos característicos serían la inestabilidad, la incompletud y la evanescencia, contrarios a la estabilidad, la determinación formal y la solidez  (resulta elocuente esta oposición al asociarla con el pasaje de la solidez propia de una sociedad que estructura las relaciones y las formas de vida entre sí y la liquidez propia de una sociedad erosionada por la fluidez de los capitales financieros). En este punto, propongo pensar desde otra perspectiva el peligro de condescender con las causas que hacen de la precariedad de la obra una decisión estética.

¿Cómo resituar el lugar de la cultura sin identificar el riesgo de su extinción con la propia?

Sobre la incertidumbre

En sus inicios, la performance tuvo la necesidad de producir un hecho vivo, reemplazando el arte de objetos por la presencia misma del cuerpo del artista y sustrayéndose así a la apropiación del mercado del arte en el momento de apogeo de la sociedad de consumo. En la situación actual la precariedad como atribución de valor de la performance no produce ningún desplazamiento respecto de los factores que organizan su modo de existencia, sino que los reproduce. De esta manera, la precariedad como carácter constitutivo de su modo de ser no hace más que poner de manifiesto las condiciones materiales que la hacen posible.

El fantasma de la supervivencia

Lo dicho anteriormente me permite ensayar la idea de que el peligro de extinción contra el que resistimos ante la interrupción de la vida cultural, el cierre de salas y de espacios de formación, tiene un antecedente en esa tensa acomodación a las variables que produjeron los cambios explicitados, no solo en términos de escasez presupuestaria sino de prácticas atravesadas por esta lógica esencialmente precarizante.  En este sentido, la reacción general ha consistido en compensar la restricción de la presencialidad propia de estas actividades, mediante una proliferación de imágenes tanto de registros de obra como de videos improvisados en espacios domésticos en las redes sociales.

«No se trata de situar el arte en el lugar de lo extraordinario y separado de la vida práctica, sino de cómo el arte puede irrumpir en el orden que regula nuestros modos de ver, de sentir y de pensar.»

Sobre la incertidumbre

No pongo en discusión aquí la demanda por demás lícita frente a la crisis económica que ocasiona la pandemia y la necesidad de exigir políticas públicas que puedan paliar esta situación.  La idea es retrotraer el fantasma a su génesis, poniendo de manifiesto el modo en que las prácticas mencionadas que se desarrollan a partir de las condiciones impuestas por las políticas culturales del neoliberalismo fueron a su vez cristalizadas por estas mismas políticas como tendencias de la escena artística contemporánea.  De esta manera, la proliferación de imágenes en las redes surge de una necesidad acuciante de presencia virtual en un medio sobre cuyos límites y posibilidades no nos hemos dado tiempo de reflexionar todavía.


Nos enfrentamos a esta detención que pone en riesgo real aquí y en el mundo la supervivencia de la cultura sin posibilidad aparente de meditar sobre los desafíos de la nueva situación: ¿cómo hacemos coexistir esta detención forzada con la necesidad de sustraernos por un momento a la dimensión empírica cotidiana en la que recreamos nuestros hábitos, generando una suerte de continuidad ficticia? ¿Cómo resituar el lugar de la cultura sin identificar el riesgo de su extinción con la propia, sino por el contrario mediante un distanciamiento crítico respecto de nuestros modos de pensar y de hacer? ¿Cómo recuperar entonces la posibilidad de una experiencia cultural que cuestione su estatuto actual?

Presencias que insisten

En su libro Lógica de la sensación, Gilles Deleuze arroja el concepto de “clínica estética”. Éste nos permite pensar en las condiciones de la experiencia estética a partir del análisis de la obra de artistas que, valiéndose de ciertos medios y procedimientos, conmueven las formas establecidas y con ello el orden de lo visible en general.  Yendo hacia el origen de las manifestaciones de la histeria- que el filósofo relaciona estrechamente con la pintura- lo que le interesa es cómo lo que aparece localizable en el cuerpo -la parálisis en una pierna, por ejemplo- se vuelve ilocalizable para su cura, en tanto el cuerpo orgánico es “tomado” por fuerzas que no son ellas mismas orgánicas. Siguiendo el hilo de esta idea, rechaza la connotación psicoanalítica de la histeria para referirse a las fuerzas intensivas que atraviesan nuestro cuerpo como “presencias que insisten”, y en donde las artes son un terreno propicio para producir una experiencia que irrumpa en nuestra habitualidad.

En este sentido, no se trata de situar el arte en el lugar de lo extraordinario y separado de la vida práctica, y a la relación con la obra de arte como un producto secular de la antigua conexión con lo divino, sino de cómo el arte puede irrumpir en el orden que regula nuestros modos de ver, de sentir y de pensar, desorganizarlo y producir una experiencia donde estas fuerzas se liberen y generen otro orden posible. Otro modo de ver, de sentir y de pensar, cuyas mutuas conexiones se vean revitalizadas.

La hipótesis de la incidencia del arte como clínica estética en la sociedad nos propone repensar bajo qué condiciones desarrollamos la obra, qué tipo de intervención queremos provocar, cómo nos enfrentamos a los clichés que prefiguran nuestro trabajo, como direccionan los discursos legitimadores nuestras elecciones.

 La interrupción de nuestros modos de vida organizados en torno al contacto, con sus distintas metáforas- “poner el cuerpo”, encontrarse “cuerpo a cuerpo”, entre otras- por el aislamiento social y bajo el régimen exclusivo de las imágenes, nos pide que nos interroguemos sobre cómo vemos, qué damos a ver y cómo evaluamos nuestro posicionamiento   en torno a la relación entre la obra y el contexto de su emergencia.  Acorde con la trayectoria que tuvo la idea de resistencia en los últimos años y que determinó en gran medida el sentido y el destino de la producción artística, la praxis del arte como clínica estética permitiría reponer una politicidad que le es propia y que nos convoca a pensar la cultura que viene.


Claudia Groesman es profesora de filosofía, graduada de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA). Se formó en artes escénicas. Es artista, docente e investigadora. Recibió subsidios y becas del Instituto Prodanza y del Fondo Nacional de las Artes. Da clases de filosofía en escuelas, coordina grupos de estudio y la clínica Pensar sin esquemas para artistas, investigadores y docentes de danza contemporánea.

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